El 10 de diciembre de 1948 la Asamblea General de las Naciones Unidas,
mediante la Resolución 217 A
(III), aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Por entonces
sólo 56 países eran Estados Miembros de la Organización
de las Naciones Unidas. La tarea de elaborar una Declaración de Derechos
Humanos con carácter universal y que definiera los derechos y libertades
contenidos en la Carta de las Naciones
Unidas fue encomendada a la Comisión de Derechos Humanos. Las discusiones y
debates que surgieron en el seno de las Naciones
Unidas, en esta materia, no expresaban más que “...las tensiones existentes en el mundo. La antinomia entre el Este y
el Oeste se hizo también patente sobre si las libertades fundamentales clásicas
o las reivindicaciones económicas frente al Estado deberían figurar como
fundamento del catálogo, o bien si el derecho de opinar libremente, el derecho
de libre asociación y el de sufragio, o la seguridad económica, debían tener
carácter constitutivo. El duelo retórico entre el mundo liberal y el del bloque
del Este se agudizó en la frase inglesa «Queremos hombres libres y no esclavos
bien alimentados», y la réplica del representante de la Unión Soviética: «Los
hombres libres también pueden morir de hambre»” (OESTREICH, Gerhard; SOMMERMANN, Karl-Peter. Pasado y
Presente de los Derechos Humanos, 1963, Editorial Tecnos, Madrid, 1990, p. 74).
Finalmente la Declaración fue aprobada por 48 votos a favor, ninguno en
contra y 8 abstenciones. Ante este hecho quedaría escrito en su Preámbulo: “La Asamblea General
Proclama la presente Declaración
Universal de Derechos Humanos como ideal común por el que todos los pueblos y
naciones deben esforzarse, a fin de que tanto los individuos como las
instituciones, inspirándose constantemente en ella, promuevan, mediante la
enseñanza y la educación, el respeto a estos derechos y libertades, y aseguren,
por medidas progresivas de carácter nacional e internacional, su reconocimiento
y aplicación universales y efectivos, tanto entre los pueblos de los Estados
Miembros como entre los de los territorios colocados bajo su jurisdicción”.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos está compuesta de un
Preámbulo y 30 artículos, los cuales pueden dividirse en dos grandes grupos,
aquél que engloba a los derechos civiles y políticos, y el que reúne los
derechos económicos, sociales y culturales. Los derechos civiles y políticos
están enunciados en los artículos 3
a 21 y entre ellos encontramos: el derecho a la vida, a
la libertad y a la seguridad de la persona; el derecho a no ser sometido a
esclavitud, servidumbre ni torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o
degradantes; el derecho a un debido proceso; el derecho a la propiedad,
individual y colectivamente; el derecho a ejercer las libertades fundamentales
de pensamiento, conciencia y religión, opinión y expresión, entre otras. Por su
parte, los derechos económicos, sociales y culturales (artículos 22 a 28), recogen el derecho
al trabajo; el derecho a igual salario por trabajo igual; el derecho al
descanso, al disfrute del tiempo libre, a una limitación razonable de la duración
del trabajo y a vacaciones periódicas pagadas; el derecho a fundar sindicatos y
a sindicarse; el derecho a un nivel de vida digno; el derecho a la educación, y
el derecho a tomar parte libremente en la vida cultural.
Pero, si bien es cierto que la Organización de las Naciones Unidas ha
multiplicado su fuerza y presencia a nivel mundial desde su fundación y sobre
todo su influencia en el respeto a los derechos humanos y libertades
fundamentales, reconocidos en las legislaciones de una mayoría importante de
Estados en el mundo, los hechos actuales que nos toca vivir con total
impotencia, hablan por sí solos de la falta preocupante de una cultura de paz y
de derechos humanos, que se hace más aterradora cuando constatamos, a diario,
que mientras los pueblos expresan sus deseos de paz, muchos de nuestros
gobernantes, ajenos a dicha cultura, dan la espalda al pueblo que les ha
otorgado legitimidad.
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