I
La mayor parte de quienes en el pasado han hecho uso de la palabra en
esta tribuna, han tenido por costumbre elogiar a aquel que introdujo este
discurso en el rito tradicional, pues pensaban que su proferimiento con ocasión
del entierro de los caídos en combate era algo hermoso. A mí, en cambio, me
habría parecido suficiente que quienes con obras probaron su valor, también con
obras recibieran su homenaje –como este que
veis dispuesto para ellos en sus exequias por Estado-, y no aventurar en un
solo individuo, que tanto puede ser un buen orador como no serlo, la fe en los
méritos de muchos.
Es
difícil, en efecto, hablar adecuadamente sobre un asunto respecto del cual no
es segura la apreciación de la verdad, ya que quien escucha, si está bien
informado acerca del homenajeado y favorablemente dispuesto hacia él, es muy
posible que encuentre que lo que se dice está por debajo de lo que él desea y
de lo que él conoce; y si, por el contrario, está mal informado, lo más
probable es que, por envidia, cuando oiga hablar de algo que esté por encima de
sus propias posibilidades, piense que se está cayendo en una exageración.
Porque los elogios que se formulan a los demás se toleran solo en tanto quien
los oye se considera a sí mismo capaz también, en alguna medida, de realizar
los actos elogiados; cuando, en cambio, los que escuchan comienzan a sentir
envidia de las excelencias del que está siendo alabado, al punto prende en
ellos también la incredulidad.
II
Comenzaré, ante todo, por nuestros antepasados, pues
es justo y, al mismo tiempo, apropiado a una ocasión como la presente, que se
les rinda este homenaje de recordación.
Habitando
siempre ellos mismos esta tierra a través de sucesivas generaciones, es mérito
suyo el habérnosla legado libre hasta nuestros días. Y si ellos son dignos de
alabanza, más aún lo son nuestros padres, quienes, además de lo que recibieron
como herencia, ganaron para sí, no sin fatigas, todo el imperio que tenemos y
nos lo entregaron a los hombres de hoy.
En
cuanto a lo que ese imperio le faltaba, hemos sido nosotros mismos, los que
estamos aquí presentes, en particular los que nos encontramos aún en la
plenitud de la edad, quienes lo hemos incrementado, al paso que también le
hemos dado completa autarquía a la ciudad, tanto para la guerra como para la
paz. Pasaré por alto las hazañas bélicas de nuestros antepasados, gracias a las
cuales las diversas partes de nuestro imperio fueron conquistadas, como
asimismo las ocasiones en que nosotros mismos o nuestros padres repelimos
ardorosamente las incursiones hostiles de extranjeros o griegos, ya que no
quiero extenderme tediosamente entre conocedores de tales asuntos. Antes,
empero, de abocarme al elogio de estos muertos, quiero señalar en virtud de qué
normas hemos llegado a la situación actual, y con qué sistema político y
gracias a qué costumbres hemos alcanzado nuestra grandeza. No considero
inadecuado referirme a asuntos tales en una ocasión como la actual, y creo que
será provechoso que toda esta multitud de ciudadanos y extranjeros lo pueda
escuchar.
III
Disfrutamos de un régimen político que no imita las
leyes de los vecinos; más que imitadores de otros, en efecto, nosotros mismos
servimos de modelo para algunos. En cuanto al nombre, puesto que la
administración se ejerce en favor de la mayoría y no de unos pocos, a este
régimen se lo ha llamado “democracia”; respecto a las leyes, todos gozan de
iguales derechos en la defensa de sus intereses particulares; en lo relativo a
los honores, cualquiera que se distinga en algún aspecto puede acceder a los
cargos públicos, pues se lo elige más por sus méritos que por su categoría
social; y tampoco al que es pobre, por su parte, su oscura posición le impide
prestar sus servicios a la patria, si es que tiene la posibilidad de hacerlo.
Tenemos
por norma respetar la libertad, tanto en los asuntos públicos como en las
rivalidades diarias de unos con otros, sin enojarnos con nuestro vecino cuando
él actúa espontáneamente, ni exteriorizar nuestra molestia, pues esta, aunque
inocua, es ingrata de presenciar. Si bien en los asuntos privados somos
indulgentes, en los públicos, en cambio, ante todo por un respetuoso temor,
jamás obramos ilegalmente, sino que obedecemos a quienes les toca el turno de
mandar y acatamos las leyes, en particular las dictadas en favor de los que son
víctimas de una injusticia, y las que, aunque no estén escritas, todos
consideran vergonzoso infringir.
IV
Por otra parte, como descanso de nuestros trabajos,
le hemos procurado a nuestro espíritu una serie de recreaciones. No solo
tenemos, en efecto, certámenes públicos y celebraciones religiosas repartidos a
los largo de todo el año, sino que también gozamos individualmente de un digno
y satisfactorio bienestar material, cuyo continuo disfrute ahuyenta a la
melancolía. Y gracias al elevado número de sus habitantes, nuestra ciudad
importa desde todo el mundo toda clase de bienes, de manera que los que ella
produce para nuestro provecho no son, en rigor, más nuestros que los foráneos.
V
A nuestros enemigos les llevamos ventaja también en
cuanto al adiestramiento en las artes de la guerra, ya que mantenemos siempre
abiertas las puertas de nuestra ciudad y jamás recurrimos a la expulsión de los
extranjeros para impedir que se conozca o se presencie algo que, por no
hallarse oculto, bien podría a un enemigo resultarle de provecho observarlo. Y
es que, más que en los armamentos y estratagemas, confiamos en la fortaleza de
alma con que naturalmente acometemos nuestras empresas. Y en cuanto a la educación,
mientras ellos procuran adquirir coraje realizando desde muy jóvenes una ardua
ejercitación, nosotros, aunque vivimos más regaladamente, podemos afrontar
peligros no menores que ellos.
Prueba
de esto es que los espartanos no realizan sin la compañía de otros sus
expediciones militares contra nuestro territorio, sino junto a todos sus
aliados; nosotros, en cambio, aun invadiendo solos tierra enemiga y combatiendo
en suelo extraño contra quienes defienden lo suyo, la mayor parte de las veces
nos llevamos la victoria sin dificultad. Además, ninguno de nuestros enemigos
se ha topado jamás en el campo de batalla con todas nuestras fuerzas reunidas,
pues simultáneamente debemos atender la mantención de nuestra flota y, en
tierra, el envío de nuestra gente a diversos lugares. Sin embargo, cada vez que
en algún ellos se trenzan en lucha con una facción de los nuestros y resultan
vencedores, se ufanan de habernos rechazado a todos, aunque solo han vencido a
algunos; y si salen derrotados, alegan que lo fueron ante todos nosotros
juntos. Pero lo cierto es que, ya que preferimos afrontar los peligros de la
guerra con serenidad antes que habiéndonos preparado con arduos ejercicios,
ayudados más por la valentía de los caracteres que por la prescrita en
ordenanzas, les llevamos la ventaja de que no nos angustiamos de antemano por
las aflicciones futuras y, cuando nos toca enfrentarlas, no demostramos menos
valor que ellos, que viven en permanente fatiga.
Pero
no solo por estas, sino también por otras cualidades nuestra ciudad merece ser
admirada.
VI
En efecto, amamos el arte y la belleza sin
desmedirnos, y cultivamos el saber sin ablandarnos. La riqueza representa para
nosotros la oportunidad de realizar algo, y no un motivo para hablar con
soberbia; y en cuanto a la pobreza, para nadie constituye una vergüenza el
reconocerla, sino el no esforzarse por evitarla. Los individuos pueden ellos
mismos ocuparse simultáneamente de sus asuntos privados y de los públicos; no
por el hecho de que cada uno esté entregado a lo suyo, su conocimiento de las
materias políticas es insuficiente. Somos los únicos que tenemos más por inútil
que por tranquila a la persona que no participa en las tareas de la comunidad.
Somos nosotros mismos los que deliberamos y decidimos conforme a derecho sobre
la cosa pública, pues no creemos que lo que perjudica a la acción sea el
debate, sino precisamente el no dejarse instruir por la discusión antes de
llevar a cabo lo que hay que hacer. Y esto porque también nos diferenciamos de
los demás en que podemos ser muy osados y, al mismo tiempo, examinar
cuidadosamente las acciones que estamos por emprender; en este aspecto, en
cambio, para los otros la audacia es producto de su ignorancia, y la reflexión
los vuelve temerosos. Con justicia pueden ser reputados como los de mayor
fortaleza espiritual aquellos que, conociendo tanto los padecimientos como los
placeres, no por ello retroceden ante los peligros.
También por nuestra liberalidad somos muy distintos
de la mayoría de los hombres, ya que no es recibiendo beneficios, sino
prestándolos, como nos grajeamos amigos. El que hace un beneficio establece
lazos de amistad más sólidos, puesto que con sus servicios al beneficiado
alimenta la deuda de gratitud de este. El que debe favores, en cambio, es más
desafecto, pues sabe que al retribuir la generosidad de que ha sido objeto, no
se hará merecedor de la gratitud, sino que tan solo estará pagando una deuda.
Somos los únicos que, movidos no por un cálculo de conveniencia, sino por
nuestra fe en la liberalidad, no vacilamos en prestar nuestra ayuda a
cualquiera.
VII
Para abreviar, diré que nuestra ciudad, tomada en su
conjunto, es norma para toda Grecia y que, individualmente, un mismo hombre de
los nuestros se basta para enfrentar las más diversas situaciones, y lo hace
con gracia y con la mayor destreza. Y que estas palabras no son un ocasional
alarde retórico, sino la verdad de los hechos, lo demuestra el poderío mismo
que nuestra ciudad ha alcanzado gracias a estas cualidades. Ella, en efecto, es
la única de las actuales que, puesta a prueba, supera su propia reputación; es
la única cuya victoria acepta con resignación el agresor vencido, dada la
superioridad de los causantes de su desgracia; es la única, en fin, que no les
da motivo a sus súbditos para legar que están inmerecidamente bajo su yugo.
Nuestro
poderío, pues, es manifiesto para todos, y está ciertamente más que probado. No
solo somos motivo de admiración para nuestros contemporáneos, sino que lo
seremos también para los que han de venir después. No necesitamos ni a un
Homero que haga nuestro panegírico, ni a ningún otro que venga a darnos
momentáneamente en el gusto con sus versos y cuyas ficciones resulten luego
desbaratadas por la verdad de los hechos. Por todos los mares y por todas las
tierras se ha abierto camino nuestro coraje, dejando aquí y allá, para bien o
para mal, recuerdos imperecederos.
Combatiendo
por tal ciudad y resistiéndose a perderla es como estos hombres entregaron
notablemente sus vidas; justo es, por tanto, que cada uno de quienes les hemos
sobrevivido anhele también bregar por ella.
VIII
La razón por la que me he referido con tanto detalle
a asuntos concernientes a la ciudad no ha sido otra que para haceros ver que no
estamos luchando por algo equivalente a aquello por lo que luchan quienes en
modo alguno gozan de bienes semejantes a los nuestros y, asimismo, para darle
un claro fundamento al elogio de los muertos en cuyo honor hablo en esta
ocasión.
La
mayor parte de este elogio ya está hecha, pues las excelencias por las que he
celebrado a nuestra ciudad no son sino fruto del valor de estos hombres y de
otros que se les asemejan en virtud. No de muchos griegos podría afirmarse,
como sí de estos, que su fama está en conformidad con sus obras. Su muerte, en
mi opinión, ya fuera ella el primer testimonio de su valentía, ya de su
confirmación postrera, demuestra un coraje genuinamente varonil. Aun aquellos
que puedan haber obrado mal en su vida pasada, es justo que sean recordados
ante todo por el valor que mostraron combatiendo por su patria, pues al anular
lo malo con lo bueno resultaron más beneficiosos por su servicio público que
perjudiciales por su conducta privada.
A
ninguno de estos hombres lo ablandó el deseo de seguir gozando de su riqueza; a
ninguno lo hizo aplazar el peligro la posibilidad de huir de su pobreza y
enriquecerse algún día. Tuvieron por más deseable vengarse de sus enemigos, al
tiempo que les pareció que ese era el más hermoso de los riesgos. Optaron por
correrlo y, sin renunciar a sus deseos y expectativas más personales, las
condicionaron, sí, al éxito de su venganza. Encomendaron a la esperanza lo
incierto de su victoria final y, en cuanto al desafío inmediato que tenían por
delante, se confiaron a sus propias fuerzas. En ese trance, también más
resueltos a resistir y padecer que a salvarse huyendo, evitaron la deshonra e
hicieron frente a la situación con sus personas. Al morir, en ese brevísimo
instante arbitrado por la fortuna, se hallaban más en la cumbre de la
determinación que del temor.
IX
Estos hombres, al actuar como actuaron, estuvieron a
la altura de su ciudad. Deber de quienes les han sobrevivido, pues, es hacer
preces por una mejor suerte en los designios bélicos y llevarlos a cabo con no
menor resolución. No solo oyendo las palabras que alguien pueda deciros debéis
reflexionar sobre el servicio que prestáis –servicio que cualquiera podría
detenerse a considerar ante vosotros, que muy bien lo conocéis por propia
experiencia, señalándoos cuántos bienes están comprometidos en el acto de
defenderse de los enemigos-; antes bien, debéis pensar en él contemplando en
los hechos, cada día, el poderío de nuestra ciudad, y prendándoos de ella.
Entonces, cuando la ciudad se os manifieste en todo su esplendor, parad mientes
en que este es logro de hombres bizarros, conscientes de su deber y
pundonorosos en su obrar; de hombres que, si alguna vez fracasaron al intentar
algo, jamás pensaron en privar a la ciudad del coraje que los animaba, sino que
se lo ofrendaron como el más hermoso de sus tributos. Al entregar cada uno de
ellos la vida por su comunidad, se hicieron merecedores de un elogio
imperecedero y de la sepultura más ilustre. Esta, más que el lugar en que yacen
sus cuerpos, es donde su fama reposa, para ser una y otra vez recordada, de
palabra y de obra, en cada ocasión que se presente.
La
tumba de los grandes hombres es la tierra entera: de ellos nos habla no solo
una inscripción sobre sus lápidas sepulcrales; también en suelo extranjero
pervive su recuerdo, grabado no en un monumento, sino, sin palabras, en el
espíritu de cada hombre.
Imitad
a estos ahora vosotros, cifrando la felicidad en la libertad, y la libertad en
la valentía, sin inquietaros por los peligros de la guerra. Quienes con más razón
pueden ofrendar su vida no son aquello infortunados que ya nada bueno esperan,
sino, por el contrario, quienes corren el riesgo de sufrir un revés de fortuna
en lo que les queda por vivir y para los que, en caso de experimentar una
derrota, el cambio sería particularmente grande. Para un hombre que se precia a
sí mismo, en efecto, padecer cobardemente la dominación es más penoso que, casi
sin darse cuenta, morir animosamente y compartiendo una esperanza.
X
Por tal razón es que a vosotros, padres de estos
muertos, que estáis aquí presentes, más que compadeceros, intentaré consolaros.
Puesto que habéis ya pasado por las variadas vicisitudes de la vida, debéis de
saber que la buena fortuna consiste en estar destinado al más alto grado de
nobleza –ya sea en la muerte, como estos, ya en el dolor, como vosotros-, y en
que el fin de la felicidad que nos ha sido asignada coincida con el fin de
nuestra vida. Sé que es difícil que aceptéis esto tratándose de vuestros hijos,
de quienes muchas veces os acordaréis al ver a otros gozando de la felicidad de
que vosotros mismos una vez gozasteis. El hombre no experimenta tristeza cuando
se los priva de bienes que aún no ha probado, sino cuando se le arrebata uno al
que ya se había acostumbrado. Pero es preciso que sepáis sobrellevar vuestra
situación, incluso con la esperanza de tener otros hijos, si es que estáis aún
en edad de procrearlos. En lo personal, los hijos que nazcan representarán para
algunos la posibilidad de apartar el recuerdo de los que perdieron; para la
ciudad, entretanto, su nacimiento será doblemente provechoso, pues no solo
impedirá que ella se despueble, sino que la hará más segura, ya que nadie puede
participar en igualdad de condiciones y equitativamente en las deliberaciones
políticas de la comunidad, a menos que, tal como los demás, también él exponga
su prole a las consecuencias de sus resoluciones.
Y
aquellos de vosotros que habéis llegado ya a la ancianidad, tened por ganancia
el haber vivido felizmente la mayor parte de vuestra vida; considerad que la
que os queda ha de ser breve y consolaos con la fama alcanzada por estos,
vuestros hijos. Lo único que no envejece, en efecto, es el amor a la gloria; y
cuando la edad ya declina, no es atesorar bienes lo que más deleita, como
algunos dicen, sino recibir honores.
XI
Y en cuanto a vosotros, hijos o hermanos, aquí
presentes, de estas víctimas de la guerra, veo grande el desafío que tenéis por
delante, porque solamente aquel que ya no existe suele concertar el elogio de
todos; a duras penas podréis conseguir, por sobresalientes que sean vuestros
méritos, ser considerados no ya sus iguales, sino incluso sus cercanos émulos.
La envidia de los rivales la sufren quienes están vivos; el que, en cambio, ya
no representa un obstáculo para nadie, es honrado con generosa benevolencia. Y
si, para aquellas esposas que ahora quedan viudas, debo también decir algo
acerca de las virtudes propias de la mujer, lo resumiré todo en un breve
consejo: grade será vuestra gloria si no desmerecéis vuestra condición natural
de mujeres y si conseguís que vuestro nombre ande lo menos posible en boca de
los hombres, ni para bien ni para mal.
XII
En conformidad con nuestras leyes y costumbres, pues,
queda dicho en mi discurso lo que me parecía pertinente. Ahora, en cuanto a los
hechos, los hombres a quienes estamos sepultando han recibido ya nuestro
homenaje. De la educación de sus hijos, desde este momento hasta su juventud,
se hará cargo la ciudad. Tal es la provechosa corona que ella impone a estas
víctimas, ya a los que ellas dejan, como premio de tan valerosas hazañas.
Cuando los más preciados galardones que una ciudad otorga son los que
recompensan la valentía, entonces también posee ella los ciudadanos más
valientes.
Y
ahora, después de haber llorado cada uno a sus deudos, podéis marcharos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario